CAFAYATE DIARIO – REDACCIÓN. – Cafayate brilla. Sus postales de viñedos dorados al atardecer, sus bodegas de arquitectura sofisticada y sus hoteles con pileta infinita seducen al visitante con promesas de descanso, vino y paisaje. Es el Valle convertido en experiencia boutique, donde todo está curado al detalle: el vino de autor, la picada gourmet, el entorno “auténtico” de postal. Pero detrás de esa vidriera cuidadosamente montada, existe otra Cafayate. Una que no aparece en los folletos turísticos ni en las stories de Instagram.
A pocas cuadras de la plaza principal, hay barrios donde el agua llega por camiones y las cloacas son un privilegio lejano. Donde el alumbrado es escaso, el acceso al sistema de salud es intermitente y las escuelas tienen más carencias que promesas. Mientras los visitantes brindan en copones de cristal por una experiencia “auténtica”, familias enteras atraviesan veranos abrasadores sin una gota de agua segura.
La contradicción es brutal: Cafayate produce vinos de altísima gama que se exportan al mundo —algunos con precios que superan los 100 dólares por botella— y, sin embargo, convive con una realidad social donde muchos de sus habitantes no tienen acceso a servicios básicos. En el corazón del Valle Calchaquí, el progreso llegó selectivamente.
No se trata de demonizar al turismo ni al desarrollo vitivinícola, que sin dudas aportan trabajo, circulación económica y posicionamiento internacional. El problema es otro: la falta de una planificación municipal equitativa, de políticas públicas que garanticen que el desarrollo alcance a todos, no solo a quienes invierten millones o tienen apellido extranjero.
El fenómeno del turismo boutique en Cafayate no es neutro: encarece el costo de vida, empuja el precio de los alquileres y transforma la identidad del pueblo en un producto de consumo. ¿Qué pasa con quienes no pueden pagar ese costo? ¿Dónde queda la comunidad originaria, los trabajadores rurales, los jóvenes sin oportunidades?
Y entonces la postal se parte en dos: por un lado, la postal oficial, con sus viñas ordenadas y sus eventos selectos; por otro, la Cafayate real, con sus reclamos por infraestructura, su hospital colapsado y sus calles olvidadas por el presupuesto municipal.
El glamour del turismo es tan visible como la ausencia del Estado municipal en los barrios populares. Y mientras más crece la vidriera, más se nota el fondo sin pintar. La verdadera deuda de Cafayate no es con el turismo ni con el vino; es con su propia gente.